PROLEGÓMENOS
El
trabajo intitulado Una
ética para el siglo XXI
corresponde a Osvaldo Guariglia, un buen filósofo latinoamericano,
profesor de la Universidad de Buenos Aíres, Argentina, escritor de
varios libros, entre los cuales están Moralidad:
ética universalista y sujeto moral;
Ideología,
verdad y legitimación,
autor también de artículos de elevado contenido académico. Desde
nuestro ámbito sociocultural latinoamericano, a los efectos de
nutrir pluralmente las teorías del conocimiento para un abordaje de
la Gerencia Avanzada de modo amplio, creativo y sin camisas de
fuerza, el planteamiento de Guariglia es de suma utilidad. Sin dudas
que estamos en tiempos de retos, de cuestionamientos y de llamados a
hacer y no esperar que otros hagan. Acercarse a una epistemología
que es pensada desde nuestro devenir histórico, desde realidades que
nos son propias, es un atrevimiento válido y fructífero. Osvaldo
Guariglia hace aportes interesantes a la filosofía contemporánea,
de allí que decidimos beber de esa fuente.
Este
filósofo latinoamericano en la obra Una
ética para el siglo XXI,
en seis capítulos, reflexiona que la ética debe ser concebida como
una disciplina que se apoya en “la capacidad de argumentación
razonable”
que los seres humanos buscamos como una característica que deriva
del hecho de convivir en sociedad, compartiendo un mismo lenguaje y
estar agrupados en instituciones jurídicas y políticas a través de
las cuales consensuamos, acordamos de manera recíproca “deberes y
derechos simétricos”. Sostiene Guariglia que la ética es una
disciplina filosófica en la que se reflexiona sobre las conductas
morales; esto es así desde la antigua Grecia hasta nuestros días.
Toda sociedad tiene normas para su convivencia, las cuales deben
respetarse, pero también tiene “modelos de vida” que orientan
los planes y proyectos de quienes integran la sociedad.
Guariglia
nos habla del renacimiento pleno de la ética normativa. Para él es
posible dar una justificación racional acerca de las creencias
morales que tenemos y que también es posible, para no establecer
absolutos, hacer crítica racional de dichas creencias. Una sociedad
es realmente democrática, intensamente humana, respetuosa de la
dignidad de la persona, si en sus bases doctrinarias hay principios
éticos fundamentales. En la ética
contemporánea
-afirma Guariglia- dos tendencias opuestas llevan adelante el debate,
estas son: el universalismo
y
el particularismo.
Al
mismo tiempo, el autor in comento, nos ofrece un análisis de las
posturas relativistas en cuanto a los derechos humanos y a los
valores se refiere, tiene en cuenta las nociones de “identidad,
autonomía y autenticidad del sujeto humano” de cara al debate
filosófico actual.
LA
SITUACIÓN DE LA FILOSOFÍA EN
LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA
En
este primer capítulo del libro Una
ética para el siglo XXI,
Osvaldo Guariglia comienza señalando lo importante que es
filosofar, estudiar la filosofía, cuestionarla y apreciar cómo,
mediante dicho proceso, siempre emerge renovada. Pero en una especie
de mirada histórica, el citado autor afirma que es en los últimos
tiempos cuando el contenido de la filosofía, su teleología y el
filósofo como sujeto con actitud gnoseológica reciben los más
agudos cuestionamientos de parte de los propios filósofos.
En
el propósito de explicar tal realidad el autor hace una importante
referencia al origen de la filosofía moderna impulsada por la “nueva
ciencia de la naturaleza, paradigmáticamente representada por la
Mecánica de I. Newton, y la admisión del sujeto como nuevo y
determinante punto de partida” (Pág. 17), el sujeto convertido en
el principio no discutido del acto de filosofar. La física de
Newton fue tenida como modelo
exactísimo de ciencia
(subrayado
nuestro). Acá se hace presente el ideal platónico. Guariglia pasa
luego a considerar el aporte de Kant en cuanto a las inferencias que
este último hace del influjo del modelo matemático de la naturaleza
en la filosofía: la razón aporta la conectividad causal; el
concepto de lo que es necesario y el de ley; sería, por tanto,
especulación vacía cualquier intento de la razón de ir más allá
de todo dato experiencial (empírico) que es aportado por los
sentidos.
En
la modernidad -acota Osvaldo Guariglia- se nos hace presente un
factor de primer orden como lo es el de sujeto.
En Europa, a partir del siglo XV, después de la Reforma, y luego
con Descartes y su cogito
ergo sum,
el concepto de sujeto se abrió paso en el pensamiento, en la
cultura y en la moralidad. El rasgo sobresaliente, la marca indeleble
viene a ser la autonomía del sujeto frente al objeto, frente a la
realidad externa. Con la autonomía del sujeto se transformó lo
concerniente al ámbito del ser y del deber ser, usos de la razón en
lo teórico y en lo práctico. La transformación de la ética fue
tan radical como el de la filosofía teórica. Kant introdujo,
mediante los conceptos de voluntad y de libertad, una compleja y
novedosa teoría metafísica que se convertía en fundamento de la
moralidad en el ser humano; tal aportación kantiana generó una
polémica resonante en cuanto a la actitud del filósofo.
Para
Guariglia, dada esta realidad de la filosofía, ciertas posiciones
radicales se hacen comprensibles. De seguidas se analizan algunas de
ellas. El positivismo lógico de L. Wittgenstein expone que no
existen problemas filosóficos verdaderos, lo que existe son
pseudoproblemas. Si son reales corresponden al ámbito de las
ciencias formales o empíricas, las cuales los resolverán aplicando
sus propios métodos; en el caso contrario, en el que lo empírico no
se involucra, habrá que admitir que se ha generado un uso engañoso
de los términos, que el análisis lingüístico se encargará de
demostrar que son falsos problemas.
Heidegger,
por su parte, expresa que el sujeto se ha convertido en una unidad
ficticia. A lo dicho por él se suma M. Foucault cuando señala que
se ha producido una reversión del sujeto. Hay “tecnologías del
yo”, esto es, el sujeto sobre otros sujetos y sobre si mismo
realizando manipulaciones que modelan sus deseos, emociones,
ansiedades y esperanzas para alcanzar algún grado de felicidad,
pureza, sabiduría o eternidad. Acota Guariglia que, de acuerdo a lo
precedentemente expuesto, “la filosofía de la consciencia centrada
en el sujeto alcanza el grado extremo de disgregación” (Pág. 26).
La
crisis de la filosofía del sujeto no es otra cosa que crisis de la
razón que se centra en el sujeto y en la racionalidad que es su
forma de operar. En el capítulo que es objeto de esta síntesis
analítica se aprecian consideraciones en cuanto a la
anatematización de la razón como “occidental”, “etnocéntrica”,
“colonizadora”, “patriarcal” y “machista” (Nietzsche y
Heidegger). Guariglia sostiene que una suerte semejante corre la
ética universalista, y agrega que el “sueño de un método único”,
abrazado por diversas corrientes del pensamiento filosófico, “se
ha disipado definitivamente” (Pág. 27).
El
capítulo que aquí se comenta contiene una especie de optimismo que
comienza por invitar a la superación de todo escepticismo en cuanto
a la capacidad de la filosofía de presentar resultados objetivamente
probables, que bien pueden ser admitidos o rechazados. Dícese que
uno de los grandes desafíos es el de la cuestión del método
propio, y que hablar de “razón todavía es posible, como también
es necesaria la formulación de auténticos problemas”. Al respecto
Osvaldo Guariglia se plantea el reto de “recrear un concepto
universal de razón” (Pág. 29). Apela para ello a la
“razonabilidad
argumentativa”,
la cual no aspira a la “exclusividad” y a la “certidumbre”
como ocurrió en la razón anterior, cuasi metafísica y
trascendental. La razonabilidad argumentativa se vale, además, del
inevitable desplazamiento del sujeto de la filosofía moderna,
“solipsista”, afectado por “las perversiones que el uso
irrestricto de la racionalidad instrumental trajera al mundo” (Pág.
31). La propuesta que desplaza al sujeto así considerado es la
fundada en la comunidad
de comunicación,
pues esto último es lo que vendrá a constituir el sujeto que, de
acuerdo con J. Habermas, se articulará mediante diversas esferas de
acción comunicativa.
Por
último, O. Guariglia divide los problemas filosóficos en dos temas
fundamentales: uno, referido a lo fáctico, a las ciencias naturales,
y otro relacionado con la ética en el sentido más amplio. Del
primero expresa que no se aprecia una delimitación clara entre
filosofía y ciencia, sino gradaciones entre organización y
coherencia en los conceptos, predictibilidad y la base empírica; en
el caso de las ciencias sociales la “división de tareas” es
mucho más acentuada y atribuye a los filósofos el papel de proveer
los marcos conceptuales fundamentales con los que se pueden formular
nuevos problemas. En cuanto al segundo tema, el precitado autor
expone que la ética –como disciplina filosófica- comprende
cuestiones estrictas vinculadas con la moralidad y aquellas más
amplias que surgen del conflicto y la confrontación “entre los
diversos ideales de la buena vida que están vigentes en el mundo de
la vida moral” (Pág. 35).
Se
concluye este capítulo con una importante reflexión de cara al
papel de la filosofía dentro de las ciencias y la relación con la
sociedad de hoy. Hay un carácter que se ha perdido como lo es el
de presagiar, que le venía desde la antigüedad griega, y que hoy
paga por ese error. Por cierto, en el presente, más de un
postmoderno lanza denuestos contra esa filosofía, pero profetiza
sobre “el futuro de la sociedad, el lenguaje, la técnica, la
naturaleza, o, en fin el destino del Ser” (37). Tanto en el campo
teórico como en el práctico sigue abierto el quehacer para la
filosofía desde una razón reflexiva, desde una dialéctica que no
pretende lo absoluto, que asuma el carácter variable, no eterno,
mutable, por tanto, renovable. La filosofía hoy se mueve por
senderos de libertad, de reflexión, de crítica y de oportunidad de
construir posibilidades y proyectos nuevos.
EL
MARCO CONCEPTUAL DEL DEBATE ÉTICO ACTUAL
En
este segundo capítulo se reconoce que el pensamiento occidental de
los últimos años ha sido sumamente fructífero respecto a la ética,
destacándose la comunidad hispanoparlante. Destacan obras como
Sources of the Self, de Charles Taylor, Political Liberalism, de Jhon
Rawls y Faktizität und Geltung de Jürgen Habermas, ética y
derechos humanos, de Carlos Nino, Desde la perplejidad, de Javier
Murguerza , y Derecho, ética y política, de Ernesto Garzón Valdés.
Se
indica en el desarrollo del tema que hay una interesante oposición
entre los pareceres universalistas y particularistas de la ética,
constituyendo el eje en torno al cual giran los problemas esenciales
de la disciplina. Se encuentran en debate liberales y comunitaristas,
así como los de la corriente ética universalista (en la cual se
ubica Guariglia) y los representantes de la ética latinoamericana,
también denominada la filosofía de la liberación. De estas
corrientes que se confrontan se explica que hay tres grandes
contradicciones en tres niveles diversos.
Una
primera contradicción se da en el nivel metodológico (la
tradicional diferenciación entre lo correcto
y
lo
bueno).
Se ubica en lo correcto
la ética deontológica, el deber ser establecido estatutariamente;
en cuanto a lo bueno
huelga decir que allí se sostienen algunos fines que son
considerados “positivos para las vidas de los individuos, y, al
mismo tiempo, de la sociedad” (Pág. 43). Esta ética,
contrariamente a la deontológica, se entreteje con lo social en un
tiempo y espacio determinado, ofrece respuesta a los conflictos y es
guía en cuanto a elecciones de vida. Aquí surge la interrogante de
si, desde perspectivas diversas, estamos ante el mismo objeto, o si
por el contrario este último es distinto porque distintas son las
disciplinas que casualmente tienen la misma denominación: ética.
Al respecto Guariglia señala que deja abierta esa pregunta, pero
él piensa que teorizar sobre lo correcto
equivale a construir o reconstruir reglas y teorizar sobre lo bueno
se parece a la labor descriptiva del antropólogo acerca de lo que
una comunidad hace, alentando a otros a la emulación. Esto último
es lo que convierte en ambigua la teoría de lo bueno.
La
segunda contradicción tiene que ver con aquello que es la identidad
del sujeto moderno. En un lado está “la autonomía como un ideal
que unifica la autodeterminación, responsabilidad y libertad”
(Pág. 45); por otra parte se encuentra la autenticidad, que es una
elección personal que prioriza la lealtad a lo que particularmente
se elija, sea en forma individual o en forma colectiva. La autonomía
se asocia a una ética universal, que mediante principios y
procedimientos garantiza a todos igualdad de oportunidad para
desarrollar capacidades a fin de hacer la propia elección de lo que
considera la buena vida. El yo
de la autonomía
es
concebido como impersonal, no se involucra, razona sólo consigo en
torno a sus deberes y derechos, la visión universalista de la vida
moral se limita al establecimiento de los fundamentos y pilares del
yo moderno y la realización en la sociedad moderna es una elección
libre e individual. Por consiguiente, la ética universalista
procura, de acuerdo con lo dicho, que del mismo modo se respeten la
igualdad, los derechos y las oportunidades del otro y se viva en
democracia. En cuanto a la autenticidad, se afirma que ésta es
escurridiza, que tiene aspectos diversos y significados distintos
según las particularidades de cada vida, que suscita oposición a
las reglas de la sociedad –incluidas las morales-.
La
tercera contradicción es la relativa a la concepción de ciudadanía
liberal
y la concepción de ciudadanía
republicana.
El liberalismo pone el énfasis en el goce de los derechos que le
permiten al ciudadano elegir y procurar concepciones “permisibles
de la buena vida”. Iguales derechos, libertades y oportunidades,
apoyados por el autorrespeto. El ciudadano es persona privada que
goza de garantías y derechos. El republicanismo plantea, fundado en
la visión neoclásica tradicional, que lo esencial de una vida
digna, por tanto vida buena, es el ideal de participar dentro de lo
que se considera dominio común del Estado; el ciudadano debe
“intervenir activamente en el gobierno de la ciudad” (Pág. 48),
asistir a las asambleas y concebir la libertad en términos políticos
para acceder al poder.
Osvaldo
Guariglia concluye este segundo capítulo señalando que la discusión
central es la oposición entre las concepciones universalistas
y
particularistas
de
la ética. La cuestión de fondo es la de “repensar la relación
entre las esferas privada y pública de la ciudadanía moderna”
(Pág.54). Comparte con J. Habermas que entre la autonomía pública
y la privada existe una relación dialéctica.
LA
ÉTICA UNIVERSALISTA Y
LOS DERECHOS HUMANOS
Este
capítulo lo inicia Guariglia manifestando el cambio al que se vio
sometida la ética teórica y la aplicada a finales del siglo XX,
específicamente a partir de los años setenta, ya que a mediados de
siglo dominaba el escenario filosófico un relativismo generalizado o
en su defecto un escepticismo metodológico. Este escenario era
ocupado en toda su extensión por la epistemología y sus conexiones
con la filosofía del lenguaje y la lógica, entre otras, y aquel
espacio reservado para la filosofía práctica era ocupado por las
nuevas ciencias sociales que libres de toda regularización, obraban
de forma tal que observaban e indagaban las estructuras sociales,
económicas y políticas de manera empírica, augurando para la ética
un futuro incierto.
Una
nueva visión universalista y cognitiva de la ética, donde los
principios de justicia, equidad y los deberes, derechos y
obligaciones de los sujetos humanos, libres e iguales, se impone
dando origen al renacer y rescate de la ética como disciplina
Filosófica. Este nuevo resurgimiento de la tradición o liberalismo
Kantiano tiene como fecha o testigo para la historia de la filosofía
moral, la publicación de: “Una teoría de la Justicia” de J.
Rawls, a pesar de las imposiciones de una época postmetafísica.
Señala
el autor que la filosofía normativa retoma la vieja tradición:
presupone la idea de que las normas morales tienen un fundamento
racional que debe ser puesto al descubierto.
Supone que las normas morales constituyen un aspecto de la realidad
tan identificable y tangible como lo es la realidad social en otros
aspectos, como lo son los sistemas sociales, el sistema económico,
etc. Esta realidad se expresa en última instancia en las estructuras
del derecho y también en las normas morales que, finalmente, están
implícitas en las estructuras fundamentales del derecho.
La
aparición del Universalismo ético ganó apoyo y adeptos de
corrientes que objetaron los planteamientos de la concepción
metafísica, distante de toda forma de validez intersubjetiva.
Actualmente
la confrontación entre la concepción universalista y la
particularista de la ética, se centra en el modo de consideración
de las practicas que las identifican y de la interpretación que se
le dé. Los particularistas convergen en la gran variedad de
prácticas morales y jurídicas de las distintas culturas humanas.
Los Universalistas insisten en la repetición de una misma práctica
en todas las culturas.
La
realización de una práctica es una actividad compleja que involucra
además de las virtudes y las habilidades que se requieren para
llevar a cabo las acciones que forman parte de esta práctica, los
juicios que detallan cuales son las características que definen a
precisión estas acciones. La contribución de la razón práctica a
los actos morales constituye para los filósofos universalistas la
operación central de una ética cognitiva, donde lo que tiene
relevancia es el alcance y el carácter de las reglas intrínsecas de
la practica y no el procedimiento de la misma. Al efecto se deben
aceptar por lo menos dos propiedades metaéticas de carácter formal
para poder aplicar correctamente una regla práctica: la
universalidad y la consistencia, que independientemente de cualquier
otra consideración y estando presente o no estas, definen a su vez
una característica puramente moral de la conducta del agente: la
imparcialidad.
Guariglia,
destaca que la forma de comprender las prácticas, se diferencia
claramente de la manera particularista de considerarlas como simples
“intuiciones culturales”, en función de lo que debe hacerse en
distintas situaciones. En lugar de difusas “intuiciones
culturales”, el aprendizaje de una práctica supone del dominio de
un procedimiento formal, caracterizado por los valores de
universalidad y consistencia, salvaguardando la imparcialidad o
parcialidad del agente en la aplicación de la practica. (Estado de
excepción).
De
lo racional de una práctica, se extraen consecuencias relevantes
para afirmar el potencial universalismo de ciertos principios morales
básicos involucrados en los derechos humanos.
Al
respecto, en entrevista realizada el 10 de octubre de 2007 a Osvaldo
Guariglia, referida a reflexiones sobre ética, señala lo siguiente:
“Podemos
decir, en este mismo sentido, que actualmente, a cincuenta años de
la Declaración Universal de Derechos Humanos, hoy todo el mundo se
da cuenta de que esa declaración (que en gran medida repite
simplemente la Declaración de los Derechos del Ciudadano de la
Revolución Francesa o el Bill
of rights
de la revolución norteamericana o los derechos fundamentales
contenidos en el artículo 14 de la Constitución de la República
Argentina) es, en última instancia, el conjunto de derechos básicos
morales que permiten que una sociedad se desarrolle como una sociedad
democrática. Se trata del anverso y el reverso de una misma
situación. No hay democracia si no hay en su base un conjunto de
principios éticos fundamentales, que no solamente garantizan sus
derechos a cada ciudadano sino que son también los que de alguna
manera imponen a las personas un conjunto de deberes para con los
otros ciudadanos. De igual modo, la democracia es una de las
condiciones indispensables para la vigencia de esos derechos.”
Ahora
bien, referido al relativismo cultural, el autor no alcanza a
comprender la conexión intrínseca que pueda existir entre las
historias tristes y sentimentales y la exposición clara y precisa
del sobrio esquema de derechos garantizados por la declaración. No
es fácil ver de qué modo los resultados particulares del bien y los
valores asumidos como propios por cada cultura pueden integrarse en
una concepción comprensiva y al mismo tiempo neutral de derechos que
procuran abarcar de igual manera esa amplia variedad de significados
diferentes de la buena vida.
Otra
consideración abordada por el autor la constituye la relación de
las minorías culturales (étnicas, religiosas, etc.) con el Estado
liberal democrático. Al respecto confronta dos ideales de vida
explicados por Salmerón en su trabajo “Ética y diversidad
Cultural”: autonomía,
propia
del ciudadano sujeto de derechos de una sociedad democrática y
autenticidad,
que enfatiza las peculiaridades de la tradición, de la cultura, de
las nacionalidades y hasta de la propia singularidad de cada
individuo.
Guariglia
establece en primer lugar distinguir los distintos significados de
autonomía: postulada y realizada. La primera atribuible a todo
miembro de la sociedad con interés de defenderla tanto para sí como
para los otros miembros mediante la vigencia de principios y derechos
fundamentales a respetar. La segunda, es un ideal de
autorrealización, que indica de modo positivo cómo es posible
llevar a cabo las aspiraciones propias de todo ser racional, la
felicidad y la perfección en el sentido de plenitud de las propias
capacidades intelectuales y disposiciones de carácter.
En
resumen, Guariglia expone los rasgos centrales del debate entre dos
tendencias opuestas en la ética contemporánea, el universalismo y
el particularismo, y analiza sus proyecciones en la esfera política;
examina la debilidad de las posiciones relativistas en relación con
la problemática de los derechos humanos y de los valores, y
reflexiona acerca de las nociones de identidad, autonomía y
autenticidad del sujeto humano tal como se presentan en la discusión
filosófica contemporánea, concluyendo que la visión ética
universalista presentada es inseparable del fenómeno mundial de los
derechos humanos, cuyas practicas y principios deben garantizar la
validez irrestricta de una autonomía postulada para todos los
habitantes del planeta, la formulación de un futuro posible y
equitativo para el genero humano.
¿QUÉ
NOS PUEDEN ENSEÑAR LOS ESTOICOS Y KANT SOBRE
EL VALOR DE LOS VALORES?
Al
respecto Osvaldo Guariglia nos ofrece respuesta a la interrogante
planteada en este capítulo citando un segmento del libro, “Contra
los eticistas, de Sexto Empírico (1960), donde se nos presenta la
doctrina estoica dividida entre el sentido de los términos que
expresan bondad, indiferencia y preferencia, en el ámbito moral.
Los
estoicos suponen que el término “indiferente” se dice de tres
maneras distintas: en un sentido, se aplica a aquello que no provoca
ni atracción ni repulsión; en otro sentido, se aplica a aquello que
despierta atracción o repulsión indistintamente de la cosa y del
género, en tercer y último lugar, dicen que “indiferente” es
aquello que no contribuye ni a la felicidad ni a la infelicidad, e
indiferente en este sentido dicen que son la salud y la enfermedad y
todo lo referente al cuerpo y la mayoría de las cosas exteriores,
porque ellas no tienden ni a la felicidad ni a la infelicidad.
Algunas
de las cosas indiferentes son preferidas,
otras postergadas
y
otras más, por último, ni
preferidas ni postergadas:
“preferidas”
son,
pues, aquellas que tienen suficiente valor;
“postergadas”,
aquellas otras que tienen suficiente disvalor;
por último, ni preferidas ni postergadas. Los estoicos ordenan
dentro de lo preferido la salud,
la fortaleza,
la belleza,
la riqueza,
la reputación,
y todo lo semejante; dentro de lo postergado, la enfermedad,
la pobreza,
el dolor,
y todo lo semejante.
A
juicio de lo presentado por el autor, las dos columnas que sostienen
la ética estoica fueron las dos tesis siguientes: 1) moralmente
buenas
son
solamente las acciones de acuerdo con la virtud
y
moralmente malas
las
acciones contrarias a éstas; y 2) el ejercicio de la virtud
moral,
y solamente él, constituye y garantiza una vida
feliz.
Como
consecuencia de estas dos tesis, todos los demás bienes, como los
externos o los que corresponden a la salud y la configuración del
cuerpo, dejaron de ser considerados “bienes” en sentido estricto
para convertirse en “indiferentes”.
La
restricción estoica del significado de “bondad” exclusivamente a
los actos virtuosos, que a su vez provenían sólo del uso
de la razón,
fijó
por primera vez de un modo neto los límites de la calificación
moral, distinguiéndola de todo aquello que dependía, en última
instancia, de circunstancias o contingencias externas, sujetas a la
variación fortuita de las causas del mundo natural o del azar.
La
metafísica estoica que otorgaba una garantía firme a la prudencia
del sabio, aseguraba que éste tenía acceso al lógos
que
gobernaba al universo y se guiaba por él en sus elecciones, de modo
que sus juicios morales gozaban de una especie de certidumbre.
Entre
los indiferentes preferidos están, pues: en
primer lugar,
aquellos que son según naturaleza y corresponden a un impulso. Por
lo tanto, es de suponer que los estoicos entienden por éstos
aquellas cosas hacia las que tendemos desde que nacemos o en nuestra
primera infancia (alimento, abrigo, cuidado, etc.) comprendidas en su
conjunto como medios de preservación de sí. En
un nivel superior
se encuentran los indiferentes considerados valiosos,
ya que aquí aparece un juicio que atribuye o niega una estimación
a la cosa que se nos presenta como móvil del impulso. Esta
estimación del objeto de la acción no es, aún, moral, pero tiene
un carácter prescriptivo, a fin de ordenar convenientemente
nuestros
actos, considerados debidos
con
relación a la naturaleza. En
el último nivel,
encontramos aquellas cosas de acuerdo con la naturaleza que no
solamente son el principio de los actos apropiados sino que
constituyen, especialmente, la
materia
de
los actos virtuosos.
De
este modo, los actos debidos
pasan a ser actos
rectos
(katórthoma),
realizados a partir de una disposición
del espíritu
para
seleccionar y resolverse por esa acción como un fin en sí misma,
porque ésta constituye una manifestación de la virtud.
Lo
expuesto hasta aquí evidencia la línea de argumentación que los
estoicos impusieron a la ética y que, en condiciones profundamente
transformadas por el nacimiento de la ciencia natural moderna, retomó
Kant hace poco más de dos siglos al publicar la Fundamentación.
Es
esta misma distinción la que ha tendido a desaparecer desde finales
del siglo XIX hasta la actualidad, por causa de la ilimitada
expansión del significado del término “valor” o, en plural,
“valores”. Al retomar una clasificación como la propuesta por
los estoicos, el interés inicial del autor se orienta hacia una
recuperación de un sentido consistente del término.
L.
Becker, en su reciente defensa del estoicismo, define esta relación
de la siguiente manera: “El entrenamiento estoico” tiende a
inculcarnos una fuerza motivadora categórica para los
juicios normativos
que se basan en una cláusula del tipo donde son
consideradas toda las cosas, de
modo que la fuerza motivadora de los
juicios evaluativos
de otra especie cede en situación de conflicto ante los juicios
normativos de este tipo. Las cosas valiosas, en la medida en que
dependen de juicios evaluativos, necesariamente tendrán un valor en
relación con el fin o plan último que cada uno establezca para su
vida. Este fin incondicionado era para el estoicismo, como para toda
la ética antigua, la felicidad,
aunque en este caso lo que ellos entendían bajo este término está
muy lejos de lo que nosotros podemos imaginar.
La
“concepción
estoica de la buena vida”
se corresponde con dos criterios: primero, actuar según a virtud y
segundo, obtener la tranquilidad del alma que esto nos proporciona.
A
juicio del autor, encontramos un claro paralelo de la distinción
estoica en la división de los deberes perfectos e imperfectos que
Kant establece en la Metafísica
de las costumbres,
sustituyendo y, de ese modo, implícitamente enmendando la que él
mismo había propuesto en la Fundamentación
una
década atrás. Especialmente en la “Introducción
a la teoría de la virtud”,
Kant expresa que el principio supremo de la teoría de la virtud
es,
en cambio, el siguiente: “actúa de acuerdo con una máxima
de los fines tales
que proponérselos pueda ser para cada uno una ley universal”.
Sobre la base de esta distinción, Kant introduce las siguientes
valoraciones: el cumplimiento de una acción de acuerdo con el deber
jurídico es=0, esto es, carece de mérito o valor; la omisión de un
deber de virtud, es decir, la no realización de un deber imperfecto
o meritorio es también = 0, ya que no es imputable al sujeto el no
llevar a cabo actos meritorios; la realización, por último, de un
deber imperfecto o de virtud conlleva un valor positivo, dado que a +
0 = a, con la condición, por cierto, de que la acción meritoria no
sea realizada con vistas a la obtención de ese mérito, sino por la
simple voluntad de llevar a cabo los fines a
priori.
De
este modo se evidencian los puntos de contacto entre la doctrina
estoica y la teoría kantiana. Los actos debidos (kathêkon)
de
acuerdo con los estoicos y los deberes perfectos o jurídicos
(officia
juris) según
Kant, no tienen valor moral ni positivo ni negativo, y en ese sentido
constituyen el ámbito de las acciones indiferentes,
en el que se abre la posibilidad de establecer órdenes de
preferencia de acuerdo a los fines individuales que cada agente se
proponga. Por último, los actos contrarios a los deberes perfectos
tienen un disvalor moral absoluto que sólo puede ser compensado por
la pena que equilibre ese disvalor, de modo que la ecuación completa
dé como resultado nuevamente 0
(−a
+ a = 0).
Guariglia
declara su afinidad con la ética aristotélica, la teoría ética
de los estoicos y la filosofía de Kant. Expresa lo siguiente:
“coincido en que la concepción racionalista
de
los valores, tal como ésta se presenta en la ética aristotélica de
la virtud, en la teoría ética de los estoicos y en la filosofía
kantiana del derecho y de la ética, todas las cuales establecen la
supremacía de ciertos fines incondicionados sobre todos los demás,
contingentes y sujetos al arbitrio, es la única concepción que
podemos razonablemente sostener en la filosofía moral.” (Pág.
91).
En
la reflexión el autor plantea la siguiente interrogante ¿de qué
nos sirven a nosotros estas distinciones, ya no podemos creer, como
los estoicos, en una ley natural que gobierne al universo y la
conducta de los hombres, ni, como Kant, en un derecho natural fundado
en una metafísica racional a
priori; nosotros,
por último, para quienes la felicidad consiste, a lo sumo, en el
goce efímero que nos proporciona un deseo satisfecho y que dará
lugar inevitablemente en breve tiempo al dolor de un nuevo deseo
insatisfecho?.
Al
efecto opina que hoy no contamos con un derecho natural, pero desde
hace medio siglo venimos asumiendo un conjunto de principios morales
y jurídicos estimados como institucionalmente universales, que en
actualmente nadie se atreve a rechazar, ni siquiera quienes
solapadamente los transgreden. Los Derechos Humanos constituyen
nuestro novedoso derecho natural los cuales invaden las morales
particulares de las diferentes culturas y los ordenamientos
institucionales nacionales considerados anteriormente soberanos y
homogeneizándolos “en la selección y extensión de ciertos
derechos fundamentales que todos los estados se comprometen a
garantizar.” (Pág. 92)
No
es admisible imponer modos de buena vida a los individuos en su
búsqueda de planes de vida propios, pero sí es, no sólo posible,
sino esencial, establecer algunas de las condiciones necesarias para
que cada uno esté capacitado para proponerse, proyectar y realizar
su propio plan de vida autónomamente. Proponer condiciones generales
que deben ser satisfechas para que alguien actúe autónomamente no
es equivalente a dictarle a nadie cómo debe actuar, una vez
alcanzada la necesaria autonomía.
IDENTIDAD,
AUTONOMÍA Y CONCEPCIONES DE BUENA VIDA
El
capítulo V de la obra de Guariglia está referido a la identidad,
autonomía y concepciones de la buena vida. El mismo se inicia a
partir de la reflexión del autor en torno a la concepción del
sujeto, desde la modernidad, como sujeto autónomo que se determina a
sí mismo asumiendo su existencia como limitada, por una parte, y por
otra, como un sujeto que actúa siempre guiado por la necesidad de
búsqueda de su identidad en la historia y en la vida social.
Explica
el autor que se han desarrollado dos corrientes interpretativas para
tratar de dilucidar el nacimiento y constitución del sujeto
autónomo. Una, parte del desarrollo y sucesión de hechos en el
tiempo como eje justificador del sujeto moral, y otra describe al
sujeto con una conciencia moral autónoma surgida de su propia
capacidad para la comprensión, elaboración y solución de
enfrentamientos u oposiciones morales a partir del consenso. En este
sentido aclara Guariglia en su obra que si bien había afirmado que
los soportes teóricos básicos para la integración, por parte del
sujeto práctico, de sus capacidades de deliberación y elección de
sus ideales de buena vida se cimentaban en una ética universalista y
en su propia capacidad de auto-juzgamiento moral, se aparta de la
tesis esgrimida para unirse a la defensa de la autonomía como eje a
partir del cual se posibilita el dilucidar “la unidad o identidad
propia del sujeto moral” (Pág. 98) mediante todos los avatares por
los que transcurre su vida. Se apoya para justificar esta nueva tesis
que sostiene en la concepción de “unidad narrativa de una vida”
según así la ha denominado Ricoeur siguiendo a MacIntyre.
Arguye
que la construcción del núcleo de sí mismo sólo es posible a
partir de una conciencia moral autónoma basada en un sistema de
normas y principios lógicos, válidos y vigentes, elaborados por la
sociedad como un todo, independientemente de todas las complejidades
y cambios a los que está expuesta la vida, entendiendo por
conciencia moral autónoma aquella surgida desde el propio sujeto, a
partir de su capacidad reflexiva y argumentativa para, en un momento
temporal presente, integrar sus actos pasados, revisándolos,
apropiándose de su sentido pasado y actual y, con fundamentos de
orden moral, centrados en la prudencia, evaluar los resultados de
estos en el entorno bajo expectativas normativas protectoras de la
integridad y dignidad personales.
De
esta manera Guariglia explica la conjunción de las interpretaciones
iníciales desarrolladas alrededor del sujeto autónomo, la del eje
diacrónico y la del eje sincrónico de la constitución del sujeto
moral, como la forma más acertada de describir la conciencia moral
como una unidad permanentemente renovada mediante el proceso
reflexivo deliberativo que, conjugados por el sujeto en sí mismo y
en relación con los otros, producen ese núcleo evaluativo de las
emociones permitidas de acuerdo con las expectativas sociales y la
razón práctica.
Continúa
el autor comentando, a partir de Ricoeur, la manera cómo en la
conciencia se tejen formas sociales de autorrealización y proyectos
de buena vida junto con los asuntos normativos (en sentido estricto,
asuntos relativos a la moralidad) derivados de la interacción social
para concluir, junto con aquél, que estos dos centros mediante los
cuales el sujeto construye sus relaciones consigo mismo, que Ricoeur
denomina “perspectiva ética” o “estima de sí” y, “respeto
de sí”, según el núcleo de cada una de estas posiciones,
representan en forma conjunta fases avanzadas del crecimiento del
sujeto constituyendo al mismo tiempo una extensión de su propio ser,
influenciado por aspectos biológicos, sociales, culturales y
psicológicos donde el propio sujeto decidirá, según su criterio,
convertirse en un ser auténtico o no. Para Ricoeur y Taylor, afirma
Guariglia, la primacía de la estima de sí sobre la del respeto de
sí, hacen que el sujeto tenga una proyección de ideal de buena vida
a partir del respeto de sí mismo integrado con el respeto debido a
los otros.
Para
referirse a la identidad del sujeto con el ideal de buena vida,
conformada por dos concepciones aparentemente confrontadas, la de
autonomía y la de autenticidad, sugiere la distinción de dos
significados distintos de la autonomía: el de autonomía postulada y
el de autonomía realizada, siendo la primera aquella que se atribuye
a los miembros de la sociedad, en tanto miembros del género humano,
con iguales derechos para su defensa ya que ésta se encuentra basada
en principios universales observados por todos, tiene un carácter
abstracto porque su condición reside principalmente en el buen
juicio, en la prudencia. La autonomía realizada, por su parte, es
aquella que positivamente se encuentra referida al modo de actuar
racional en búsqueda de la felicidad y la perfección, de acuerdo
con la disposición de carácter y capacidad intelectual propia.
Para Guariglia, la presencia de la autonomía postulada per se
excluye cualquier posibilidad de modelo que choque contra principios
éticos universales; sin embargo, la autonomía realizada se ha
desarrollado sobre la base de los principios de la autonomía
postulada.
El
autor analiza la concepción kantiana expuesta en Metafísica de las
Costumbres, donde Kant propone la incorporación de ideales de
perfección a las potencialidades intrínsecas del ser humano como
sujeto de vida moral, más allá del deber que nace del derecho, más
que aquéllos fines que naturalmente tiene incorporados el sujeto en
tanto tal y que se encuentran restringidos por leyes morales, se
deben incorporar a la virtud o a la buena vida la fortaleza de
carácter y la sabiduría práctica como componentes clásicos de la
virtud. Concluye en que esta propuesta de la autonomía o buena vida
se alcanza con el ejercicio de la virtud o del deber como un fin en
sí mismo.
Por
otra parte, el autor detalla otra concepción de la buena vida
citando a Taylor quien indica que desde el análisis del período
romántico en el siglo XIX cuando los platonistas de Cambridge
concebían “el llamado de Dios como una voz interior, que indica la
vía por donde realizar su camino en la tierra”, y, a tales
efectos, señala que esta concepción no se encuentra limitada al
campo moral sino en una nueva dimensión de relaciones sentimentales
desarrolladas entre los sujetos, donde cada uno de los cuales expresa
su forma individual de vivir la vida, de manera única y original.
Para él, la tesis propone “el reconocimiento del desarrollo y la
expansión de la individualidad en su autenticidad sin interferencias
del mundo cotidiano” (Pág. 109), afirmando que el campo de la
buena vida, desde ésta concepción, es propiamente social y
estético, no moral. Critica esta posición por considerar que la
misma no tiene cabida dentro de la ética universalista.
Para
cerrar este capítulo, Osvaldo Guariglia concluye con la idea
inicialmente expuesta según la cual la consideración de la
autonomía por sobre cualquier otra concepción de la buena vida,
explica la unidad e identidad propia del sujeto moral moderno a
través de los múltiples avatares que atraviesa en su vida. Sólo la
autonomía postulada forma un sujeto moral autónomo, que admite
progresivamente su identidad a partir del reconocimiento de los demás
con atributos iguales. Exclusivamente una conciencia reflexiva
autónoma constituye la base para no arriesgar la unidad e identidad
de la comunidad narrativa de la propia vida. Reconoce el autor que la
presencia de una ética universal sólo se logra a partir del
reconocimiento de una autonomía postulada, lo que ha hecho que el
sujeto moral moderno se sienta identificado con la Declaración de
los Derechos Humanos, única normativa que ha sentado las bases de
construcción de sociedades justas y democráticas. Afirma que el
sujeto moderno “está inevitablemente forzado a ser autónomo”
(Pág. 116) para mantener su identidad desde su carácter maduro y
reflexivo.
NUEVAS
CONSIDERACIONES CON RESPECTO A LA MORALIDAD
En
este último capítulo de su obra, Osvaldo Guariglia hace una
distinción sobre el alcance de los deberes negativos y positivos,
sobre el carácter y finalidad del principio de autonomía como
fundamento paradigmático de los deberes positivos, y sobre las
nociones de democracia deliberativa y de razón pública a partir de
las concepciones de John Rawls y Jürgen Habermas.
En
primer lugar, trata las diferencias entre el alcance de las
prohibiciones y de las obligaciones positivas. Al respecto aclara que
su pensamiento se encuentra referido a las prohibiciones como
obligaciones de no hacer, donde el sentido de éstas afecta a la
acción y no a la obligación, para ahondar en su pensamiento aborda
el ejemplo con el verbo “mentir” señalando que “no debes
mentir” significa “debes no mentir” (Pág. 124). Continúa
haciendo uso del cuadro de los esquemas lógicos propuesto por G. Von
Wright para, a través de cuatro casos corrientes, demostrar la
relación lógica que surge a partir de una premisa. Así, mediante
símbolos utilizados para categorizar la condición de la acción,
según se apliquen acciones u omisiones, reflejarán uno u otro
resultado.
A
tales efectos elabora su lógica con los símbolos p
y -p
como estados del mundo, donde p
es el estado de cosas en que la ventana está abierta, -p
es el estado de cosas en que la ventana está cerrada, T
significa “transformación o cambio de estados”, A
es la acción que provoca una transformación y O
es la omisión que hace que las cosas permanezcan como estaban.
Describe cómo la oposición entre una conducta por acción u omisión
puede repercutir positiva o negativamente, dejando en evidencia las
consecuentes obligaciones que universalmente afectan el estado de las
cosas según sean objeto de conductas por comisión u omisión. Luego
indica que las consecuencias de la omisión será mayor o menor según
la propia capacidad de previsión del sujeto.
Desde
el precitado análisis concluye en que la diferencia entre las
obligaciones negativas y las positivas se encuentra en el “contenido
material de la obligación”, en las primeras, el sujeto está en la
obligación de evitar acciones que concluyan en transformaciones o
cambios en el estado de las cosas; en las segundas, la obligación
consiste en realizar acciones para contribuir en la transformación.
El
autor fija de esta manera cierta analogía con la distinción que, en
Metafísica de las Costumbres, elabora Kant con respecto a los
deberes perfectos o jurídicos e imperfectos o éticos, donde las
obligaciones negativas de él son semejantes, aunque no idénticas, a
los deberes jurídicos o perfectos de Kant.
Por
último, fija como principio que informa a los deberes positivos y
negativos, más allá de los principios de libertad e igualdad, al de
la autonomía por proponer éste un “fin positivo de carácter
general o una concepción del bien”, (Pág. 131) al considerar que
entre el principio de libertad e igualdad no existe una prioridad
lexicográfica sino contingente. Se apoya nuevamente en Kant y en
Rawls quienes efectivamente concibieron ambos principios como
complementarios, ya que la libertad se fundamenta en la presencia de
una coerción entre los miembros de la sociedad a la que se
encuentran subordinados, y la igualdad surge de la capacidad de poder
obligar a los miembros de la sociedad en la medida en que cada uno de
ellos pueda obligarse ante sí mismos.
El
principio de autonomía como fundamento de los derechos positivos y
como guía de política.
Dentro
del mismo capítulo dedicado a sus nuevas consideraciones sobre
moralidad, el autor aparta un espacio para definir el status del
principio de autonomía como fundamento de los derechos positivos
como guía de política, ante la necesidad vislumbrada a través de
un comentario efectuado a su texto sobre Moralidad por las filósofas
G. Vidiella y M. J. Bertomeu, mediante el cual concluyen que el
principio de autonomía no otorga potestad al Estado para dirimir las
acciones de equidad demandada por los ciudadanos en virtud de no ser
un principio de justicia.
Subsana
la determinación del status del principio justificándolo a raíz de
los principios de libertad e igualdad que, siendo determinantes de
obligaciones restrictivas perfectas, no constituyen per se fines
válidos en general desde un punto de vista moral, como sí lo
constituye el principio de autonomía, el cual es capaz de garantizar
la defensa de los derechos conferidos por los principios de libertad
e igualdad en virtud de la capacidad madura que éste le permite
alcanzar a cada miembro de la sociedad. De este modo, el carácter de
absoluto que atañe a las obligaciones positivas y negativas, y que
les otorga fuerza coercitiva, también lo tendrán las normas
establecidas bajo el principio de autonomía, las cuales serán
susceptibles de modificación legislativa, atendiendo a los múltiples
criterios que pueden influir en la sanción de leyes.
Cita
a J. Habermas para ilustrar su posición ya que éste considera que
es el derecho el medio más cónsono para intervenir como tránsito
entre la perspectiva que es puramente moral y las concepciones que
son consideradas densas con respecto a la vida moral, los intereses y
los sistemas autorregulados tanto del dinero como del poder, de
manera que en él se cristalizan los acuerdos que son logrados
discursivamente.
Estima
que siendo el derecho el instrumento mediante el cual se sellan los
compromisos alrededor de temas controvertidos por las diferentes
opiniones e intereses de quienes intervienen, constituye la política
el escenario por excelencia desde donde se canalizan y dirimen los
conflictos generales que, en estado democrático, definen el bien
público. El espacio de confrontación en el que se convierte el
Estado para tales efectos deberá formular sus reglas para el debate
público, afirma el autor.
RAZÓN
PÚBLICA Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA
Osvaldo
Guariglia culmina su obra reflexionando sobre la concepción actual
de la política como instrumento en el que discurren la confrontación
y el entendimiento y el colapso de la misma por esta concepción que
se centra en juegos estratégicos, en cálculos de ganancias y
pérdidas y en donde los autoproclamados derechos de libertad
individual mantienen superioridad con respecto a regulaciones
jurídicas o morales.
Analiza
las banderas enarboladas durante los últimos veinte años, a las que
él se une, alrededor de una concepción normativa de democracia
deliberativa. Así, indica como seguidores de la existencia de lo que
denominan “razón pública” a C. Nino, J. Cohen, R. Alexy, J.
Rawls y J. Habermas quienes explican la necesidad de establecimiento
de reglas del debate público construidas desde el acuerdo y la
colaboración, donde no priven intereses particulares sino legítimos
públicos previamente regimentados o, aún existiendo razones de
preferencia, se argumenten de manera tal que sean compatibles con las
de todos los sujetos, se sustenten en el deber de civilidad o bajo la
extensión de la autonomía ciudadana, lo que en fin de cuentas
sostiene la existencia del bien común centrado en la justicia.
Mediante
esta concepción de democracia quedan excluidas del debate público
todas las cuestiones que no puedan ser canalizadas a través de la
discusión pública, explica, para luego entrar en el análisis de
cuáles son los temas propios de la razón pública y a quiénes se
aplican los impedimentos de la razón pública para entrar en el
debate.
Indica
alternativas idóneas para la determinación de los temas a ser
incorporados en la razón pública. En primer lugar, incluye en éstos
los que denomina “de intereses generalizables”, para su
definición hace uso de la propuesta ofrecida por J. Cohen,
fundamentada en J. Habermas, que convoca a un procedimiento para
filtrar los temas o propuestas del debate público y que no es otra
que la consecución por parte del individuo de razones que hagan su
propuesta aceptable para el resto de los individuos, con la
conciencia de la existencia del pluralismo y la convicción de que
las razones que fundamentan las preferencias propias no son las
mismas para acordar la propuesta.
En
segundo lugar, según la teoría desarrollada por J. Rawls, considera
que los temas que contienen derechos subjetivos fundamentales
establecidos en la Constitución y los de justicia distributiva,
constituyen otro espectro de temas que deben ser incluidos dentro de
la razón pública, por involucrar a los ciudadanos en tanto personas
libres e iguales, con facultades represivas, restrictivas, idénticas
en el ámbito de sus recíprocas relaciones.
En
relación con las restricciones en torno a los sujetos, nuevamente
toma como elemento referencial las teorías expuestas por los citados
autores. Para Cohen y Habermas, señala, estarían subordinados al
uso de la razón pública todos aquéllos sujetos que estén
directamente involucrados o afectados por las normas. En este
aspecto, Habermas restringe la esfera de subordinación a un grupo
compuesto por parlamentarios en representación de las mayorías,
quienes tomarán decisiones justificadas mediante el procedimiento
democrático. Por su parte, según la teoría de Rawls, la
determinación del “foro político público”, denominado así por
este filósofo, se encuentra restringida a la capacidad pública,
expresada a través del voto, por lo que la razón pública exigirá
“que los ciudadanos sean capaces de explicar unos a otros su voto
en términos de un balance razonable de los valores políticos
públicos...” (Pág. 149).
Concluye
Guariglia en que el principio de autonomía sobre el que se construye
la moral pública no es un principio neutro que sólo regula el
diálogo entre sujetos en igualdad de condiciones de libertad, sino
que también se encuentra sustentado en la elemental noción del
reconocimiento recíproco de los sujetos como sujetos.
Se
suma a la concepción restringida de Rawls sobre los temas de la
razón pública para fundamentar el criterio bajo el cual, quedan
expresamente excluidos del debate público los asuntos doctrinarios
que constituyan dogmas y que no estén fundamentados en principios
universales de justicia y de protección a derechos individuales
constitucionalmente regulados en tanto atañan a los ciudadanos en su
condición de tales, por tanto, cualquier expresión discriminatoria
queda expresamente repudiada del debate público.
En
cuanto a las restricciones de la razón pública en torno a los
sujetos, se apega al denominado por Rawls “principio liberal de
legitimidad”, según el cual la razón pública está orientada por
las mismas reglas que ordenan a la elección de los principios de
justicia, en virtud de que los fundamentos bajo los que se exige la
aplicación de los principios inherentes a la justicia deben ser
objeto de discernimiento y apoyo de todos, por tanto, la razón
pública será exigible a todos los que pretendan integrar el debate
público bajo condiciones de sintaxis y de construcción lógica
argumentativa, desprendida de particularidades que afecte el
comportamiento de elaboración de la normativa, la cual deberá
producirse desde el poder legítimo y legitimado, como medida
coercitiva públicamente admitida y aprobada, con fundamento en
razones de igualdad, de respeto y de dignidad ciudadanas.
REFERENCIA
DE LA OBRA TRATADA
Guariglia
Osvaldo. Una
Ética para el Siglo XXI.
Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, Argentina. Primera
reimpresión, 2006.