lunes, 22 de junio de 2020

UNA ÉTICA PARA EL SIGLO XXI OSVALDO GUARIGLIA. Pino Pascucci


PROLEGÓMENOS
El trabajo intitulado Una ética para el siglo XXI corresponde a Osvaldo Guariglia, un buen filósofo latinoamericano, profesor de la Universidad de Buenos Aíres, Argentina, escritor de varios libros, entre los cuales están Moralidad: ética universalista y sujeto moral; Ideología, verdad y legitimación, autor también de artículos de elevado contenido académico. Desde nuestro ámbito sociocultural latinoamericano, a los efectos de nutrir pluralmente las teorías del conocimiento para un abordaje de la Gerencia Avanzada de modo amplio, creativo y sin camisas de fuerza, el planteamiento de Guariglia es de suma utilidad. Sin dudas que estamos en tiempos de retos, de cuestionamientos y de llamados a hacer y no esperar que otros hagan. Acercarse a una epistemología que es pensada desde nuestro devenir histórico, desde realidades que nos son propias, es un atrevimiento válido y fructífero. Osvaldo Guariglia hace aportes interesantes a la filosofía contemporánea, de allí que decidimos beber de esa fuente.
Este filósofo latinoamericano en la obra Una ética para el siglo XXI, en seis capítulos, reflexiona que la ética debe ser concebida como una disciplina que se apoya en “la capacidad de argumentación razonable” que los seres humanos buscamos como una característica que deriva del hecho de convivir en sociedad, compartiendo un mismo lenguaje y estar agrupados en instituciones jurídicas y políticas a través de las cuales consensuamos, acordamos de manera recíproca “deberes y derechos simétricos”. Sostiene Guariglia que la ética es una disciplina filosófica en la que se reflexiona sobre las conductas morales; esto es así desde la antigua Grecia hasta nuestros días. Toda sociedad tiene normas para su convivencia, las cuales deben respetarse, pero también tiene “modelos de vida” que orientan los planes y proyectos de quienes integran la sociedad.
Guariglia nos habla del renacimiento pleno de la ética normativa. Para él es posible dar una justificación racional acerca de las creencias morales que tenemos y que también es posible, para no establecer absolutos, hacer crítica racional de dichas creencias. Una sociedad es realmente democrática, intensamente humana, respetuosa de la dignidad de la persona, si en sus bases doctrinarias hay principios éticos fundamentales. En la ética
contemporánea -afirma Guariglia- dos tendencias opuestas llevan adelante el debate, estas son: el universalismo y el particularismo.
Al mismo tiempo, el autor in comento, nos ofrece un análisis de las posturas relativistas en cuanto a los derechos humanos y a los valores se refiere, tiene en cuenta las nociones de “identidad, autonomía y autenticidad del sujeto humano” de cara al debate filosófico actual.

LA SITUACIÓN DE LA FILOSOFÍA EN LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA

En este primer capítulo del libro Una ética para el siglo XXI, Osvaldo Guariglia comienza señalando lo importante que es filosofar, estudiar la filosofía, cuestionarla y apreciar cómo, mediante dicho proceso, siempre emerge renovada. Pero en una especie de mirada histórica, el citado autor afirma que es en los últimos tiempos cuando el contenido de la filosofía, su teleología y el filósofo como sujeto con actitud gnoseológica reciben los más agudos cuestionamientos de parte de los propios filósofos.
En el propósito de explicar tal realidad el autor hace una importante referencia al origen de la filosofía moderna impulsada por la “nueva ciencia de la naturaleza, paradigmáticamente representada por la Mecánica de I. Newton, y la admisión del sujeto como nuevo y determinante punto de partida” (Pág. 17), el sujeto convertido en el principio no discutido del acto de filosofar. La física de Newton fue tenida como modelo exactísimo de ciencia (subrayado nuestro). Acá se hace presente el ideal platónico. Guariglia pasa luego a considerar el aporte de Kant en cuanto a las inferencias que este último hace del influjo del modelo matemático de la naturaleza en la filosofía: la razón aporta la conectividad causal; el concepto de lo que es necesario y el de ley; sería, por tanto, especulación vacía cualquier intento de la razón de ir más allá de todo dato experiencial (empírico) que es aportado por los sentidos.
En la modernidad -acota Osvaldo Guariglia- se nos hace presente un factor de primer orden como lo es el de sujeto. En Europa, a partir del siglo XV, después de la Reforma, y luego con Descartes y su cogito ergo sum, el concepto de sujeto se abrió paso en el pensamiento, en la cultura y en la moralidad. El rasgo sobresaliente, la marca indeleble viene a ser la autonomía del sujeto frente al objeto, frente a la realidad externa. Con la autonomía del sujeto se transformó lo concerniente al ámbito del ser y del deber ser, usos de la razón en lo teórico y en lo práctico. La transformación de la ética fue tan radical como el de la filosofía teórica. Kant introdujo, mediante los conceptos de voluntad y de libertad, una compleja y novedosa teoría metafísica que se convertía en fundamento de la moralidad en el ser humano; tal aportación kantiana generó una polémica resonante en cuanto a la actitud del filósofo.
Para Guariglia, dada esta realidad de la filosofía, ciertas posiciones radicales se hacen comprensibles. De seguidas se analizan algunas de ellas. El positivismo lógico de L. Wittgenstein expone que no existen problemas filosóficos verdaderos, lo que existe son pseudoproblemas. Si son reales corresponden al ámbito de las ciencias formales o empíricas, las cuales los resolverán aplicando sus propios métodos; en el caso contrario, en el que lo empírico no se involucra, habrá que admitir que se ha generado un uso engañoso de los términos, que el análisis lingüístico se encargará de demostrar que son falsos problemas.
Heidegger, por su parte, expresa que el sujeto se ha convertido en una unidad ficticia. A lo dicho por él se suma M. Foucault cuando señala que se ha producido una reversión del sujeto. Hay “tecnologías del yo”, esto es, el sujeto sobre otros sujetos y sobre si mismo realizando manipulaciones que modelan sus deseos, emociones, ansiedades y esperanzas para alcanzar algún grado de felicidad, pureza, sabiduría o eternidad. Acota Guariglia que, de acuerdo a lo precedentemente expuesto, “la filosofía de la consciencia centrada en el sujeto alcanza el grado extremo de disgregación” (Pág. 26).
La crisis de la filosofía del sujeto no es otra cosa que crisis de la razón que se centra en el sujeto y en la racionalidad que es su forma de operar. En el capítulo que es objeto de esta síntesis analítica se aprecian consideraciones en cuanto a la anatematización de la razón como “occidental”, “etnocéntrica”, “colonizadora”, “patriarcal” y “machista” (Nietzsche y Heidegger). Guariglia sostiene que una suerte semejante corre la ética universalista, y agrega que el “sueño de un método único”, abrazado por diversas corrientes del pensamiento filosófico, “se ha disipado definitivamente” (Pág. 27).
El capítulo que aquí se comenta contiene una especie de optimismo que comienza por invitar a la superación de todo escepticismo en cuanto a la capacidad de la filosofía de presentar resultados objetivamente probables, que bien pueden ser admitidos o rechazados. Dícese que uno de los grandes desafíos es el de la cuestión del método propio, y que hablar de “razón todavía es posible, como también es necesaria la formulación de auténticos problemas”. Al respecto Osvaldo Guariglia se plantea el reto de “recrear un concepto universal de razón” (Pág. 29). Apela para ello a la “razonabilidad argumentativa”, la cual no aspira a la “exclusividad” y a la “certidumbre” como ocurrió en la razón anterior, cuasi metafísica y trascendental. La razonabilidad argumentativa se vale, además, del inevitable desplazamiento del sujeto de la filosofía moderna, “solipsista”, afectado por “las perversiones que el uso irrestricto de la racionalidad instrumental trajera al mundo” (Pág. 31). La propuesta que desplaza al sujeto así considerado es la fundada en la comunidad de comunicación, pues esto último es lo que vendrá a constituir el sujeto que, de acuerdo con J. Habermas, se articulará mediante diversas esferas de acción comunicativa.
Por último, O. Guariglia divide los problemas filosóficos en dos temas fundamentales: uno, referido a lo fáctico, a las ciencias naturales, y otro relacionado con la ética en el sentido más amplio. Del primero expresa que no se aprecia una delimitación clara entre filosofía y ciencia, sino gradaciones entre organización y coherencia en los conceptos, predictibilidad y la base empírica; en el caso de las ciencias sociales la “división de tareas” es mucho más acentuada y atribuye a los filósofos el papel de proveer los marcos conceptuales fundamentales con los que se pueden formular nuevos problemas. En cuanto al segundo tema, el precitado autor expone que la ética –como disciplina filosófica- comprende cuestiones estrictas vinculadas con la moralidad y aquellas más amplias que surgen del conflicto y la confrontación “entre los diversos ideales de la buena vida que están vigentes en el mundo de la vida moral” (Pág. 35).
Se concluye este capítulo con una importante reflexión de cara al papel de la filosofía dentro de las ciencias y la relación con la sociedad de hoy. Hay un carácter que se ha perdido como lo es el de presagiar, que le venía desde la antigüedad griega, y que hoy paga por ese error. Por cierto, en el presente, más de un postmoderno lanza denuestos contra esa filosofía, pero profetiza sobre “el futuro de la sociedad, el lenguaje, la técnica, la naturaleza, o, en fin el destino del Ser” (37). Tanto en el campo teórico como en el práctico sigue abierto el quehacer para la filosofía desde una razón reflexiva, desde una dialéctica que no pretende lo absoluto, que asuma el carácter variable, no eterno, mutable, por tanto, renovable. La filosofía hoy se mueve por senderos de libertad, de reflexión, de crítica y de oportunidad de construir posibilidades y proyectos nuevos.

EL MARCO CONCEPTUAL DEL DEBATE ÉTICO ACTUAL
En este segundo capítulo se reconoce que el pensamiento occidental de los últimos años ha sido sumamente fructífero respecto a la ética, destacándose la comunidad hispanoparlante. Destacan obras como Sources of the Self, de Charles Taylor, Political Liberalism, de Jhon Rawls y Faktizität und Geltung de Jürgen Habermas, ética y derechos humanos, de Carlos Nino, Desde la perplejidad, de Javier Murguerza , y Derecho, ética y política, de Ernesto Garzón Valdés.
Se indica en el desarrollo del tema que hay una interesante oposición entre los pareceres universalistas y particularistas de la ética, constituyendo el eje en torno al cual giran los problemas esenciales de la disciplina. Se encuentran en debate liberales y comunitaristas, así como los de la corriente ética universalista (en la cual se ubica Guariglia) y los representantes de la ética latinoamericana, también denominada la filosofía de la liberación. De estas corrientes que se confrontan se explica que hay tres grandes contradicciones en tres niveles diversos.
Una primera contradicción se da en el nivel metodológico (la tradicional diferenciación entre lo correcto y lo bueno). Se ubica en lo correcto la ética deontológica, el deber ser establecido estatutariamente; en cuanto a lo bueno huelga decir que allí se sostienen algunos fines que son considerados “positivos para las vidas de los individuos, y, al mismo tiempo, de la sociedad” (Pág. 43). Esta ética, contrariamente a la deontológica, se entreteje con lo social en un tiempo y espacio determinado, ofrece respuesta a los conflictos y es guía en cuanto a elecciones de vida. Aquí surge la interrogante de si, desde perspectivas diversas, estamos ante el mismo objeto, o si por el contrario este último es distinto porque distintas son las disciplinas que casualmente tienen la misma denominación: ética. Al respecto Guariglia señala que deja abierta esa pregunta, pero él piensa que teorizar sobre lo correcto equivale a construir o reconstruir reglas y teorizar sobre lo bueno se parece a la labor descriptiva del antropólogo acerca de lo que una comunidad hace, alentando a otros a la emulación. Esto último es lo que convierte en ambigua la teoría de lo bueno.
La segunda contradicción tiene que ver con aquello que es la identidad del sujeto moderno. En un lado está “la autonomía como un ideal que unifica la autodeterminación, responsabilidad y libertad” (Pág. 45); por otra parte se encuentra la autenticidad, que es una elección personal que prioriza la lealtad a lo que particularmente se elija, sea en forma individual o en forma colectiva. La autonomía se asocia a una ética universal, que mediante principios y procedimientos garantiza a todos igualdad de oportunidad para desarrollar capacidades a fin de hacer la propia elección de lo que considera la buena vida. El yo de la autonomía es concebido como impersonal, no se involucra, razona sólo consigo en torno a sus deberes y derechos, la visión universalista de la vida moral se limita al establecimiento de los fundamentos y pilares del yo moderno y la realización en la sociedad moderna es una elección libre e individual. Por consiguiente, la ética universalista procura, de acuerdo con lo dicho, que del mismo modo se respeten la igualdad, los derechos y las oportunidades del otro y se viva en democracia. En cuanto a la autenticidad, se afirma que ésta es escurridiza, que tiene aspectos diversos y significados distintos según las particularidades de cada vida, que suscita oposición a las reglas de la sociedad –incluidas las morales-.
La tercera contradicción es la relativa a la concepción de ciudadanía liberal y la concepción de ciudadanía republicana. El liberalismo pone el énfasis en el goce de los derechos que le permiten al ciudadano elegir y procurar concepciones “permisibles de la buena vida”. Iguales derechos, libertades y oportunidades, apoyados por el autorrespeto. El ciudadano es persona privada que goza de garantías y derechos. El republicanismo plantea, fundado en la visión neoclásica tradicional, que lo esencial de una vida digna, por tanto vida buena, es el ideal de participar dentro de lo que se considera dominio común del Estado; el ciudadano debe “intervenir activamente en el gobierno de la ciudad” (Pág. 48), asistir a las asambleas y concebir la libertad en términos políticos para acceder al poder.
Osvaldo Guariglia concluye este segundo capítulo señalando que la discusión central es la oposición entre las concepciones universalistas y particularistas de la ética. La cuestión de fondo es la de “repensar la relación entre las esferas privada y pública de la ciudadanía moderna” (Pág.54). Comparte con J. Habermas que entre la autonomía pública y la privada existe una relación dialéctica.
LA ÉTICA UNIVERSALISTA Y LOS DERECHOS HUMANOS
Este capítulo lo inicia Guariglia manifestando el cambio al que se vio sometida la ética teórica y la aplicada a finales del siglo XX, específicamente a partir de los años setenta, ya que a mediados de siglo dominaba el escenario filosófico un relativismo generalizado o en su defecto un escepticismo metodológico. Este escenario era ocupado en toda su extensión por la epistemología y sus conexiones con la filosofía del lenguaje y la lógica, entre otras, y aquel espacio reservado para la filosofía práctica era ocupado por las nuevas ciencias sociales que libres de toda regularización, obraban de forma tal que observaban e indagaban las estructuras sociales, económicas y políticas de manera empírica, augurando para la ética un futuro incierto.
Una nueva visión universalista y cognitiva de la ética, donde los principios de justicia, equidad y los deberes, derechos y obligaciones de los sujetos humanos, libres e iguales, se impone dando origen al renacer y rescate de la ética como disciplina Filosófica. Este nuevo resurgimiento de la tradición o liberalismo Kantiano tiene como fecha o testigo para la historia de la filosofía moral, la publicación de: “Una teoría de la Justicia” de J. Rawls, a pesar de las imposiciones de una época postmetafísica.
Señala el autor que la filosofía normativa retoma la vieja tradición: presupone la idea de que las normas morales tienen un fundamento racional que debe ser puesto al descubierto. Supone que las normas morales constituyen un aspecto de la realidad tan identificable y tangible como lo es la realidad social en otros aspectos, como lo son los sistemas sociales, el sistema económico, etc. Esta realidad se expresa en última instancia en las estructuras del derecho y también en las normas morales que, finalmente, están implícitas en las estructuras fundamentales del derecho.
La aparición del Universalismo ético ganó apoyo y adeptos de corrientes que objetaron los planteamientos de la concepción metafísica, distante de toda forma de validez intersubjetiva.
Actualmente la confrontación entre la concepción universalista y la particularista de la ética, se centra en el modo de consideración de las practicas que las identifican y de la interpretación que se le dé. Los particularistas convergen en la gran variedad de prácticas morales y jurídicas de las distintas culturas humanas. Los Universalistas insisten en la repetición de una misma práctica en todas las culturas.
La realización de una práctica es una actividad compleja que involucra además de las virtudes y las habilidades que se requieren para llevar a cabo las acciones que forman parte de esta práctica, los juicios que detallan cuales son las características que definen a precisión estas acciones. La contribución de la razón práctica a los actos morales constituye para los filósofos universalistas la operación central de una ética cognitiva, donde lo que tiene relevancia es el alcance y el carácter de las reglas intrínsecas de la practica y no el procedimiento de la misma. Al efecto se deben aceptar por lo menos dos propiedades metaéticas de carácter formal para poder aplicar correctamente una regla práctica: la universalidad y la consistencia, que independientemente de cualquier otra consideración y estando presente o no estas, definen a su vez una característica puramente moral de la conducta del agente: la imparcialidad.
Guariglia, destaca que la forma de comprender las prácticas, se diferencia claramente de la manera particularista de considerarlas como simples “intuiciones culturales”, en función de lo que debe hacerse en distintas situaciones. En lugar de difusas “intuiciones culturales”, el aprendizaje de una práctica supone del dominio de un procedimiento formal, caracterizado por los valores de universalidad y consistencia, salvaguardando la imparcialidad o parcialidad del agente en la aplicación de la practica. (Estado de excepción).
De lo racional de una práctica, se extraen consecuencias relevantes para afirmar el potencial universalismo de ciertos principios morales básicos involucrados en los derechos humanos.
Al respecto, en entrevista realizada el 10 de octubre de 2007 a Osvaldo Guariglia, referida a reflexiones sobre ética, señala lo siguiente:
Podemos decir, en este mismo sentido, que actualmente, a cincuenta años de la Declaración Universal de Derechos Humanos, hoy todo el mundo se da cuenta de que esa declaración (que en gran medida repite simplemente la Declaración de los Derechos del Ciudadano de la Revolución Francesa o el Bill of rights de la revolución norteamericana o los derechos fundamentales contenidos en el artículo 14 de la Constitución de la República Argentina) es, en última instancia, el conjunto de derechos básicos morales que permiten que una sociedad se desarrolle como una sociedad democrática. Se trata del anverso y el reverso de una misma situación. No hay democracia si no hay en su base un conjunto de principios éticos fundamentales, que no solamente garantizan sus derechos a cada ciudadano sino que son también los que de alguna manera imponen a las personas un conjunto de deberes para con los otros ciudadanos. De igual modo, la democracia es una de las condiciones indispensables para la vigencia de esos derechos.”
Ahora bien, referido al relativismo cultural, el autor no alcanza a comprender la conexión intrínseca que pueda existir entre las historias tristes y sentimentales y la exposición clara y precisa del sobrio esquema de derechos garantizados por la declaración. No es fácil ver de qué modo los resultados particulares del bien y los valores asumidos como propios por cada cultura pueden integrarse en una concepción comprensiva y al mismo tiempo neutral de derechos que procuran abarcar de igual manera esa amplia variedad de significados diferentes de la buena vida.
Otra consideración abordada por el autor la constituye la relación de las minorías culturales (étnicas, religiosas, etc.) con el Estado liberal democrático. Al respecto confronta dos ideales de vida explicados por Salmerón en su trabajo “Ética y diversidad Cultural”: autonomía, propia del ciudadano sujeto de derechos de una sociedad democrática y autenticidad, que enfatiza las peculiaridades de la tradición, de la cultura, de las nacionalidades y hasta de la propia singularidad de cada individuo.
Guariglia establece en primer lugar distinguir los distintos significados de autonomía: postulada y realizada. La primera atribuible a todo miembro de la sociedad con interés de defenderla tanto para sí como para los otros miembros mediante la vigencia de principios y derechos fundamentales a respetar. La segunda, es un ideal de autorrealización, que indica de modo positivo cómo es posible llevar a cabo las aspiraciones propias de todo ser racional, la felicidad y la perfección en el sentido de plenitud de las propias capacidades intelectuales y disposiciones de carácter.
En resumen, Guariglia expone los rasgos centrales del debate entre dos tendencias opuestas en la ética contemporánea, el universalismo y el particularismo, y analiza sus proyecciones en la esfera política; examina la debilidad de las posiciones relativistas en relación con la problemática de los derechos humanos y de los valores, y reflexiona acerca de las nociones de identidad, autonomía y autenticidad del sujeto humano tal como se presentan en la discusión filosófica contemporánea, concluyendo que la visión ética universalista presentada es inseparable del fenómeno mundial de los derechos humanos, cuyas practicas y principios deben garantizar la validez irrestricta de una autonomía postulada para todos los habitantes del planeta, la formulación de un futuro posible y equitativo para el genero humano. 
 
¿QUÉ NOS PUEDEN ENSEÑAR LOS ESTOICOS Y KANT SOBRE EL VALOR DE LOS VALORES?

Al respecto Osvaldo Guariglia nos ofrece respuesta a la interrogante planteada en este capítulo citando un segmento del libro, “Contra los eticistas, de Sexto Empírico (1960), donde se nos presenta la doctrina estoica dividida entre el sentido de los términos que expresan bondad, indiferencia y preferencia, en el ámbito moral.
Los estoicos suponen que el término “indiferente” se dice de tres maneras distintas: en un sentido, se aplica a aquello que no provoca ni atracción ni repulsión; en otro sentido, se aplica a aquello que despierta atracción o repulsión indistintamente de la cosa y del género, en tercer y último lugar, dicen que “indiferente” es aquello que no contribuye ni a la felicidad ni a la infelicidad, e indiferente en este sentido dicen que son la salud y la enfermedad y todo lo referente al cuerpo y la mayoría de las cosas exteriores, porque ellas no tienden ni a la felicidad ni a la infelicidad.
Algunas de las cosas indiferentes son preferidas, otras postergadas y otras más, por último, ni preferidas ni postergadas: “preferidas” son, pues, aquellas que tienen suficiente valor; “postergadas”, aquellas otras que tienen suficiente disvalor; por último, ni preferidas ni postergadas. Los estoicos ordenan dentro de lo preferido la salud, la fortaleza, la belleza, la riqueza, la reputación, y todo lo semejante; dentro de lo postergado, la enfermedad, la pobreza, el dolor, y todo lo semejante.
A juicio de lo presentado por el autor, las dos columnas que sostienen la ética estoica fueron las dos tesis siguientes: 1) moralmente buenas son solamente las acciones de acuerdo con la virtud y moralmente malas las acciones contrarias a éstas; y 2) el ejercicio de la virtud moral, y solamente él, constituye y garantiza una vida feliz.
Como consecuencia de estas dos tesis, todos los demás bienes, como los externos o los que corresponden a la salud y la configuración del cuerpo, dejaron de ser considerados “bienes” en sentido estricto para convertirse en “indiferentes”.
La restricción estoica del significado de “bondad” exclusivamente a los actos virtuosos, que a su vez provenían sólo del uso de la razón, fijó por primera vez de un modo neto los límites de la calificación moral, distinguiéndola de todo aquello que dependía, en última instancia, de circunstancias o contingencias externas, sujetas a la variación fortuita de las causas del mundo natural o del azar.
La metafísica estoica que otorgaba una garantía firme a la prudencia del sabio, aseguraba que éste tenía acceso al lógos que gobernaba al universo y se guiaba por él en sus elecciones, de modo que sus juicios morales gozaban de una especie de certidumbre.
Entre los indiferentes preferidos están, pues: en primer lugar, aquellos que son según naturaleza y corresponden a un impulso. Por lo tanto, es de suponer que los estoicos entienden por éstos aquellas cosas hacia las que tendemos desde que nacemos o en nuestra primera infancia (alimento, abrigo, cuidado, etc.) comprendidas en su conjunto como medios de preservación de sí. En un nivel superior se encuentran los indiferentes considerados valiosos, ya que aquí aparece un juicio que atribuye o niega una estimación a la cosa que se nos presenta como móvil del impulso. Esta estimación del objeto de la acción no es, aún, moral, pero tiene un carácter prescriptivo, a fin de ordenar convenientemente nuestros actos, considerados debidos con relación a la naturaleza. En el último nivel, encontramos aquellas cosas de acuerdo con la naturaleza que no solamente son el principio de los actos apropiados sino que constituyen, especialmente, la materia de los actos virtuosos.
De este modo, los actos debidos pasan a ser actos rectos (katórthoma), realizados a partir de una disposición del espíritu para seleccionar y resolverse por esa acción como un fin en sí misma, porque ésta constituye una manifestación de la virtud.
Lo expuesto hasta aquí evidencia la línea de argumentación que los estoicos impusieron a la ética y que, en condiciones profundamente transformadas por el nacimiento de la ciencia natural moderna, retomó Kant hace poco más de dos siglos al publicar la Fundamentación.
Es esta misma distinción la que ha tendido a desaparecer desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, por causa de la ilimitada expansión del significado del término “valor” o, en plural, “valores”. Al retomar una clasificación como la propuesta por los estoicos, el interés inicial del autor se orienta hacia una recuperación de un sentido consistente del término.
L. Becker, en su reciente defensa del estoicismo, define esta relación de la siguiente manera: “El entrenamiento estoico” tiende a inculcarnos una fuerza motivadora categórica para los juicios normativos que se basan en una cláusula del tipo donde son consideradas toda las cosas, de modo que la fuerza motivadora de los juicios evaluativos de otra especie cede en situación de conflicto ante los juicios normativos de este tipo. Las cosas valiosas, en la medida en que dependen de juicios evaluativos, necesariamente tendrán un valor en relación con el fin o plan último que cada uno establezca para su vida. Este fin incondicionado era para el estoicismo, como para toda la ética antigua, la felicidad, aunque en este caso lo que ellos entendían bajo este término está muy lejos de lo que nosotros podemos imaginar.
La “concepción estoica de la buena vida” se corresponde con dos criterios: primero, actuar según a virtud y segundo, obtener la tranquilidad del alma que esto nos proporciona.
A juicio del autor, encontramos un claro paralelo de la distinción estoica en la división de los deberes perfectos e imperfectos que Kant establece en la Metafísica de las costumbres, sustituyendo y, de ese modo, implícitamente enmendando la que él mismo había propuesto en la Fundamentación una década atrás. Especialmente en la “Introducción a la teoría de la virtud”, Kant expresa que el principio supremo de la teoría de la virtud es, en cambio, el siguiente: “actúa de acuerdo con una máxima de los fines tales que proponérselos pueda ser para cada uno una ley universal”. Sobre la base de esta distinción, Kant introduce las siguientes valoraciones: el cumplimiento de una acción de acuerdo con el deber jurídico es=0, esto es, carece de mérito o valor; la omisión de un deber de virtud, es decir, la no realización de un deber imperfecto o meritorio es también = 0, ya que no es imputable al sujeto el no llevar a cabo actos meritorios; la realización, por último, de un deber imperfecto o de virtud conlleva un valor positivo, dado que a + 0 = a, con la condición, por cierto, de que la acción meritoria no sea realizada con vistas a la obtención de ese mérito, sino por la simple voluntad de llevar a cabo los fines a priori.
De este modo se evidencian los puntos de contacto entre la doctrina estoica y la teoría kantiana. Los actos debidos (kathêkon) de acuerdo con los estoicos y los deberes perfectos o jurídicos (officia juris) según Kant, no tienen valor moral ni positivo ni negativo, y en ese sentido constituyen el ámbito de las acciones indiferentes, en el que se abre la posibilidad de establecer órdenes de preferencia de acuerdo a los fines individuales que cada agente se proponga. Por último, los actos contrarios a los deberes perfectos tienen un disvalor moral absoluto que sólo puede ser compensado por la pena que equilibre ese disvalor, de modo que la ecuación completa dé como resultado nuevamente 0 (−a + a = 0).
Guariglia declara su afinidad con la ética aristotélica, la teoría ética de los estoicos y la filosofía de Kant. Expresa lo siguiente: “coincido en que la concepción racionalista de los valores, tal como ésta se presenta en la ética aristotélica de la virtud, en la teoría ética de los estoicos y en la filosofía kantiana del derecho y de la ética, todas las cuales establecen la supremacía de ciertos fines incondicionados sobre todos los demás, contingentes y sujetos al arbitrio, es la única concepción que podemos razonablemente sostener en la filosofía moral.” (Pág. 91).
En la reflexión el autor plantea la siguiente interrogante ¿de qué nos sirven a nosotros estas distinciones, ya no podemos creer, como los estoicos, en una ley natural que gobierne al universo y la conducta de los hombres, ni, como Kant, en un derecho natural fundado en una metafísica racional a priori; nosotros, por último, para quienes la felicidad consiste, a lo sumo, en el goce efímero que nos proporciona un deseo satisfecho y que dará lugar inevitablemente en breve tiempo al dolor de un nuevo deseo insatisfecho?.
Al efecto opina que hoy no contamos con un derecho natural, pero desde hace medio siglo venimos asumiendo un conjunto de principios morales y jurídicos estimados como institucionalmente universales, que en actualmente nadie se atreve a rechazar, ni siquiera quienes solapadamente los transgreden. Los Derechos Humanos constituyen nuestro novedoso derecho natural los cuales invaden las morales particulares de las diferentes culturas y los ordenamientos institucionales nacionales considerados anteriormente soberanos y homogeneizándolos “en la selección y extensión de ciertos derechos fundamentales que todos los estados se comprometen a garantizar.” (Pág. 92)
No es admisible imponer modos de buena vida a los individuos en su búsqueda de planes de vida propios, pero sí es, no sólo posible, sino esencial, establecer algunas de las condiciones necesarias para que cada uno esté capacitado para proponerse, proyectar y realizar su propio plan de vida autónomamente. Proponer condiciones generales que deben ser satisfechas para que alguien actúe autónomamente no es equivalente a dictarle a nadie cómo debe actuar, una vez alcanzada la necesaria autonomía. 
 
IDENTIDAD, AUTONOMÍA Y CONCEPCIONES DE BUENA VIDA
El capítulo V de la obra de Guariglia está referido a la identidad, autonomía y concepciones de la buena vida. El mismo se inicia a partir de la reflexión del autor en torno a la concepción del sujeto, desde la modernidad, como sujeto autónomo que se determina a sí mismo asumiendo su existencia como limitada, por una parte, y por otra, como un sujeto que actúa siempre guiado por la necesidad de búsqueda de su identidad en la historia y en la vida social.
Explica el autor que se han desarrollado dos corrientes interpretativas para tratar de dilucidar el nacimiento y constitución del sujeto autónomo. Una, parte del desarrollo y sucesión de hechos en el tiempo como eje justificador del sujeto moral, y otra describe al sujeto con una conciencia moral autónoma surgida de su propia capacidad para la comprensión, elaboración y solución de enfrentamientos u oposiciones morales a partir del consenso. En este sentido aclara Guariglia en su obra que si bien había afirmado que los soportes teóricos básicos para la integración, por parte del sujeto práctico, de sus capacidades de deliberación y elección de sus ideales de buena vida se cimentaban en una ética universalista y en su propia capacidad de auto-juzgamiento moral, se aparta de la tesis esgrimida para unirse a la defensa de la autonomía como eje a partir del cual se posibilita el dilucidar “la unidad o identidad propia del sujeto moral” (Pág. 98) mediante todos los avatares por los que transcurre su vida. Se apoya para justificar esta nueva tesis que sostiene en la concepción de “unidad narrativa de una vida” según así la ha denominado Ricoeur siguiendo a MacIntyre.
Arguye que la construcción del núcleo de sí mismo sólo es posible a partir de una conciencia moral autónoma basada en un sistema de normas y principios lógicos, válidos y vigentes, elaborados por la sociedad como un todo, independientemente de todas las complejidades y cambios a los que está expuesta la vida, entendiendo por conciencia moral autónoma aquella surgida desde el propio sujeto, a partir de su capacidad reflexiva y argumentativa para, en un momento temporal presente, integrar sus actos pasados, revisándolos, apropiándose de su sentido pasado y actual y, con fundamentos de orden moral, centrados en la prudencia, evaluar los resultados de estos en el entorno bajo expectativas normativas protectoras de la integridad y dignidad personales.
De esta manera Guariglia explica la conjunción de las interpretaciones iníciales desarrolladas alrededor del sujeto autónomo, la del eje diacrónico y la del eje sincrónico de la constitución del sujeto moral, como la forma más acertada de describir la conciencia moral como una unidad permanentemente renovada mediante el proceso reflexivo deliberativo que, conjugados por el sujeto en sí mismo y en relación con los otros, producen ese núcleo evaluativo de las emociones permitidas de acuerdo con las expectativas sociales y la razón práctica.
Continúa el autor comentando, a partir de Ricoeur, la manera cómo en la conciencia se tejen formas sociales de autorrealización y proyectos de buena vida junto con los asuntos normativos (en sentido estricto, asuntos relativos a la moralidad) derivados de la interacción social para concluir, junto con aquél, que estos dos centros mediante los cuales el sujeto construye sus relaciones consigo mismo, que Ricoeur denomina “perspectiva ética” o “estima de sí” y, “respeto de sí”, según el núcleo de cada una de estas posiciones, representan en forma conjunta fases avanzadas del crecimiento del sujeto constituyendo al mismo tiempo una extensión de su propio ser, influenciado por aspectos biológicos, sociales, culturales y psicológicos donde el propio sujeto decidirá, según su criterio, convertirse en un ser auténtico o no. Para Ricoeur y Taylor, afirma Guariglia, la primacía de la estima de sí sobre la del respeto de sí, hacen que el sujeto tenga una proyección de ideal de buena vida a partir del respeto de sí mismo integrado con el respeto debido a los otros.
Para referirse a la identidad del sujeto con el ideal de buena vida, conformada por dos concepciones aparentemente confrontadas, la de autonomía y la de autenticidad, sugiere la distinción de dos significados distintos de la autonomía: el de autonomía postulada y el de autonomía realizada, siendo la primera aquella que se atribuye a los miembros de la sociedad, en tanto miembros del género humano, con iguales derechos para su defensa ya que ésta se encuentra basada en principios universales observados por todos, tiene un carácter abstracto porque su condición reside principalmente en el buen juicio, en la prudencia. La autonomía realizada, por su parte, es aquella que positivamente se encuentra referida al modo de actuar racional en búsqueda de la felicidad y la perfección, de acuerdo con la disposición de carácter y capacidad intelectual propia. Para Guariglia, la presencia de la autonomía postulada per se excluye cualquier posibilidad de modelo que choque contra principios éticos universales; sin embargo, la autonomía realizada se ha desarrollado sobre la base de los principios de la autonomía postulada.
El autor analiza la concepción kantiana expuesta en Metafísica de las Costumbres, donde Kant propone la incorporación de ideales de perfección a las potencialidades intrínsecas del ser humano como sujeto de vida moral, más allá del deber que nace del derecho, más que aquéllos fines que naturalmente tiene incorporados el sujeto en tanto tal y que se encuentran restringidos por leyes morales, se deben incorporar a la virtud o a la buena vida la fortaleza de carácter y la sabiduría práctica como componentes clásicos de la virtud. Concluye en que esta propuesta de la autonomía o buena vida se alcanza con el ejercicio de la virtud o del deber como un fin en sí mismo.
Por otra parte, el autor detalla otra concepción de la buena vida citando a Taylor quien indica que desde el análisis del período romántico en el siglo XIX cuando los platonistas de Cambridge concebían “el llamado de Dios como una voz interior, que indica la vía por donde realizar su camino en la tierra”, y, a tales efectos, señala que esta concepción no se encuentra limitada al campo moral sino en una nueva dimensión de relaciones sentimentales desarrolladas entre los sujetos, donde cada uno de los cuales expresa su forma individual de vivir la vida, de manera única y original. Para él, la tesis propone “el reconocimiento del desarrollo y la expansión de la individualidad en su autenticidad sin interferencias del mundo cotidiano” (Pág. 109), afirmando que el campo de la buena vida, desde ésta concepción, es propiamente social y estético, no moral. Critica esta posición por considerar que la misma no tiene cabida dentro de la ética universalista.
Para cerrar este capítulo, Osvaldo Guariglia concluye con la idea inicialmente expuesta según la cual la consideración de la autonomía por sobre cualquier otra concepción de la buena vida, explica la unidad e identidad propia del sujeto moral moderno a través de los múltiples avatares que atraviesa en su vida. Sólo la autonomía postulada forma un sujeto moral autónomo, que admite progresivamente su identidad a partir del reconocimiento de los demás con atributos iguales. Exclusivamente una conciencia reflexiva autónoma constituye la base para no arriesgar la unidad e identidad de la comunidad narrativa de la propia vida. Reconoce el autor que la presencia de una ética universal sólo se logra a partir del reconocimiento de una autonomía postulada, lo que ha hecho que el sujeto moral moderno se sienta identificado con la Declaración de los Derechos Humanos, única normativa que ha sentado las bases de construcción de sociedades justas y democráticas. Afirma que el sujeto moderno “está inevitablemente forzado a ser autónomo” (Pág. 116) para mantener su identidad desde su carácter maduro y reflexivo.
NUEVAS CONSIDERACIONES CON RESPECTO A LA MORALIDAD
En este último capítulo de su obra, Osvaldo Guariglia hace una distinción sobre el alcance de los deberes negativos y positivos, sobre el carácter y finalidad del principio de autonomía como fundamento paradigmático de los deberes positivos, y sobre las nociones de democracia deliberativa y de razón pública a partir de las concepciones de John Rawls y Jürgen Habermas.
En primer lugar, trata las diferencias entre el alcance de las prohibiciones y de las obligaciones positivas. Al respecto aclara que su pensamiento se encuentra referido a las prohibiciones como obligaciones de no hacer, donde el sentido de éstas afecta a la acción y no a la obligación, para ahondar en su pensamiento aborda el ejemplo con el verbo “mentir” señalando que “no debes mentir” significa “debes no mentir” (Pág. 124). Continúa haciendo uso del cuadro de los esquemas lógicos propuesto por G. Von Wright para, a través de cuatro casos corrientes, demostrar la relación lógica que surge a partir de una premisa. Así, mediante símbolos utilizados para categorizar la condición de la acción, según se apliquen acciones u omisiones, reflejarán uno u otro resultado.
A tales efectos elabora su lógica con los símbolos p y -p como estados del mundo, donde p es el estado de cosas en que la ventana está abierta, -p es el estado de cosas en que la ventana está cerrada, T significa “transformación o cambio de estados”, A es la acción que provoca una transformación y O es la omisión que hace que las cosas permanezcan como estaban. Describe cómo la oposición entre una conducta por acción u omisión puede repercutir positiva o negativamente, dejando en evidencia las consecuentes obligaciones que universalmente afectan el estado de las cosas según sean objeto de conductas por comisión u omisión. Luego indica que las consecuencias de la omisión será mayor o menor según la propia capacidad de previsión del sujeto.
Desde el precitado análisis concluye en que la diferencia entre las obligaciones negativas y las positivas se encuentra en el “contenido material de la obligación”, en las primeras, el sujeto está en la obligación de evitar acciones que concluyan en transformaciones o cambios en el estado de las cosas; en las segundas, la obligación consiste en realizar acciones para contribuir en la transformación.
El autor fija de esta manera cierta analogía con la distinción que, en Metafísica de las Costumbres, elabora Kant con respecto a los deberes perfectos o jurídicos e imperfectos o éticos, donde las obligaciones negativas de él son semejantes, aunque no idénticas, a los deberes jurídicos o perfectos de Kant.
Por último, fija como principio que informa a los deberes positivos y negativos, más allá de los principios de libertad e igualdad, al de la autonomía por proponer éste un “fin positivo de carácter general o una concepción del bien”, (Pág. 131) al considerar que entre el principio de libertad e igualdad no existe una prioridad lexicográfica sino contingente. Se apoya nuevamente en Kant y en Rawls quienes efectivamente concibieron ambos principios como complementarios, ya que la libertad se fundamenta en la presencia de una coerción entre los miembros de la sociedad a la que se encuentran subordinados, y la igualdad surge de la capacidad de poder obligar a los miembros de la sociedad en la medida en que cada uno de ellos pueda obligarse ante sí mismos.
El principio de autonomía como fundamento de los derechos positivos y como guía de política.
Dentro del mismo capítulo dedicado a sus nuevas consideraciones sobre moralidad, el autor aparta un espacio para definir el status del principio de autonomía como fundamento de los derechos positivos como guía de política, ante la necesidad vislumbrada a través de un comentario efectuado a su texto sobre Moralidad por las filósofas G. Vidiella y M. J. Bertomeu, mediante el cual concluyen que el principio de autonomía no otorga potestad al Estado para dirimir las acciones de equidad demandada por los ciudadanos en virtud de no ser un principio de justicia.
Subsana la determinación del status del principio justificándolo a raíz de los principios de libertad e igualdad que, siendo determinantes de obligaciones restrictivas perfectas, no constituyen per se fines válidos en general desde un punto de vista moral, como sí lo constituye el principio de autonomía, el cual es capaz de garantizar la defensa de los derechos conferidos por los principios de libertad e igualdad en virtud de la capacidad madura que éste le permite alcanzar a cada miembro de la sociedad. De este modo, el carácter de absoluto que atañe a las obligaciones positivas y negativas, y que les otorga fuerza coercitiva, también lo tendrán las normas establecidas bajo el principio de autonomía, las cuales serán susceptibles de modificación legislativa, atendiendo a los múltiples criterios que pueden influir en la sanción de leyes.
Cita a J. Habermas para ilustrar su posición ya que éste considera que es el derecho el medio más cónsono para intervenir como tránsito entre la perspectiva que es puramente moral y las concepciones que son consideradas densas con respecto a la vida moral, los intereses y los sistemas autorregulados tanto del dinero como del poder, de manera que en él se cristalizan los acuerdos que son logrados discursivamente.
Estima que siendo el derecho el instrumento mediante el cual se sellan los compromisos alrededor de temas controvertidos por las diferentes opiniones e intereses de quienes intervienen, constituye la política el escenario por excelencia desde donde se canalizan y dirimen los conflictos generales que, en estado democrático, definen el bien público. El espacio de confrontación en el que se convierte el Estado para tales efectos deberá formular sus reglas para el debate público, afirma el autor.

RAZÓN PÚBLICA Y DEMOCRACIA DELIBERATIVA
Osvaldo Guariglia culmina su obra reflexionando sobre la concepción actual de la política como instrumento en el que discurren la confrontación y el entendimiento y el colapso de la misma por esta concepción que se centra en juegos estratégicos, en cálculos de ganancias y pérdidas y en donde los autoproclamados derechos de libertad individual mantienen superioridad con respecto a regulaciones jurídicas o morales.
Analiza las banderas enarboladas durante los últimos veinte años, a las que él se une, alrededor de una concepción normativa de democracia deliberativa. Así, indica como seguidores de la existencia de lo que denominan “razón pública” a C. Nino, J. Cohen, R. Alexy, J. Rawls y J. Habermas quienes explican la necesidad de establecimiento de reglas del debate público construidas desde el acuerdo y la colaboración, donde no priven intereses particulares sino legítimos públicos previamente regimentados o, aún existiendo razones de preferencia, se argumenten de manera tal que sean compatibles con las de todos los sujetos, se sustenten en el deber de civilidad o bajo la extensión de la autonomía ciudadana, lo que en fin de cuentas sostiene la existencia del bien común centrado en la justicia.
Mediante esta concepción de democracia quedan excluidas del debate público todas las cuestiones que no puedan ser canalizadas a través de la discusión pública, explica, para luego entrar en el análisis de cuáles son los temas propios de la razón pública y a quiénes se aplican los impedimentos de la razón pública para entrar en el debate.
Indica alternativas idóneas para la determinación de los temas a ser incorporados en la razón pública. En primer lugar, incluye en éstos los que denomina “de intereses generalizables”, para su definición hace uso de la propuesta ofrecida por J. Cohen, fundamentada en J. Habermas, que convoca a un procedimiento para filtrar los temas o propuestas del debate público y que no es otra que la consecución por parte del individuo de razones que hagan su propuesta aceptable para el resto de los individuos, con la conciencia de la existencia del pluralismo y la convicción de que las razones que fundamentan las preferencias propias no son las mismas para acordar la propuesta.
En segundo lugar, según la teoría desarrollada por J. Rawls, considera que los temas que contienen derechos subjetivos fundamentales establecidos en la Constitución y los de justicia distributiva, constituyen otro espectro de temas que deben ser incluidos dentro de la razón pública, por involucrar a los ciudadanos en tanto personas libres e iguales, con facultades represivas, restrictivas, idénticas en el ámbito de sus recíprocas relaciones.
En relación con las restricciones en torno a los sujetos, nuevamente toma como elemento referencial las teorías expuestas por los citados autores. Para Cohen y Habermas, señala, estarían subordinados al uso de la razón pública todos aquéllos sujetos que estén directamente involucrados o afectados por las normas. En este aspecto, Habermas restringe la esfera de subordinación a un grupo compuesto por parlamentarios en representación de las mayorías, quienes tomarán decisiones justificadas mediante el procedimiento democrático. Por su parte, según la teoría de Rawls, la determinación del “foro político público”, denominado así por este filósofo, se encuentra restringida a la capacidad pública, expresada a través del voto, por lo que la razón pública exigirá “que los ciudadanos sean capaces de explicar unos a otros su voto en términos de un balance razonable de los valores políticos públicos...” (Pág. 149).
Concluye Guariglia en que el principio de autonomía sobre el que se construye la moral pública no es un principio neutro que sólo regula el diálogo entre sujetos en igualdad de condiciones de libertad, sino que también se encuentra sustentado en la elemental noción del reconocimiento recíproco de los sujetos como sujetos.
Se suma a la concepción restringida de Rawls sobre los temas de la razón pública para fundamentar el criterio bajo el cual, quedan expresamente excluidos del debate público los asuntos doctrinarios que constituyan dogmas y que no estén fundamentados en principios universales de justicia y de protección a derechos individuales constitucionalmente regulados en tanto atañan a los ciudadanos en su condición de tales, por tanto, cualquier expresión discriminatoria queda expresamente repudiada del debate público.
En cuanto a las restricciones de la razón pública en torno a los sujetos, se apega al denominado por Rawls “principio liberal de legitimidad”, según el cual la razón pública está orientada por las mismas reglas que ordenan a la elección de los principios de justicia, en virtud de que los fundamentos bajo los que se exige la aplicación de los principios inherentes a la justicia deben ser objeto de discernimiento y apoyo de todos, por tanto, la razón pública será exigible a todos los que pretendan integrar el debate público bajo condiciones de sintaxis y de construcción lógica argumentativa, desprendida de particularidades que afecte el comportamiento de elaboración de la normativa, la cual deberá producirse desde el poder legítimo y legitimado, como medida coercitiva públicamente admitida y aprobada, con fundamento en razones de igualdad, de respeto y de dignidad ciudadanas.
 
REFERENCIA DE LA OBRA TRATADA
Guariglia Osvaldo. Una Ética para el Siglo XXI. Fondo de Cultura Económica. Buenos Aires, Argentina. Primera reimpresión, 2006.